"Todo pasa por algo". Odiaba esa frase con todo mi corazón, hasta el día que conocí a la enfermera de los ojos verdes, en aquel marzo de sabanas y sábanas ardientes.
Yo, acostumbrado a fallar más que Shaq O'Neal desde la raya
de tiros libres, me sentí "bañado en leche", como decía mi abuela,
cuando aquel ángel dorado se acercó a mí para inyectarme un calmante que aliviara
el dolor, después de la brusca caída de la moto en la avenida circunvalación.
Sus ojos eran verdes como esmeraldas, su piel de lirio blanco
debía provocar la envidia de las ninfas y la serenidad de sus gestos podía
tranquilizar hasta a Moby Dick. El médico de guardia interrumpió mis
observaciones y cavilaciones:
-Tiene fractura de tibia, el resto son golpes menores;
necesitamos tenerlo unas horas más para aplicar antibiótico.
Esas horas anunciadas por el galeno tuvieron más atención de
mi parte que el diagnóstico y el estado de mi golpeada pierna derecha. Me
dolía, sí; pero la presencia de aquella enfermera de ojos verdes me tenía
embelesado y extasiado. Seguro empezaba su guardía y debía cuidarme. “Por favor,
que esté empezando su guardia y deba ella dedicarse a mí durante el tiempo
recomendado”. Pocas veces tenía pensamientos tan sonoros; llegué a sentir
vergüenza ante la idea loca de que ella pudiera escucharlos.
Aquel día había salido de casa a las siete de la mañana y
debí caerme a eso de las siete y cuarto; tal vez ella estaría hasta las dos de
la tarde cumpliendo funciones y debía velar por mí. Pensaba en eso; y menos
mal, porque acordarme del rato que estaría sin caminar, llevar muletas y yeso
puesto, era bastante cruel.
La enfermera de los ojos verdes olía a perfume 360. La
pulcritud de su uniforme blanco de falda, manga larga y medias pantis, hacía
perfecta armonía con la transparencia de su mirada. Elevó mi pierna enyesada a
una altura que explicó necesaria para la buena circulación, verificó el avance
del antibiótico sobre el gotero y mis venas y exclamó, dejándose oír por vez
primera:
-Debes tener calma, cariño; el tipo de fractura que tienes es
delicada y será importante que cumplas con todo lo que el doctor te vaya
indicando. Dios te cuidó de algo peor, porque no llevabas casco y tu cabeza no
sufrió daños.
Esa voz tan dulce, ¿cómo describirla? Es imposible. No pude
más que asentir, sedado por sus palabras. Prometió que regresaría en un rato y
me dejó solo. No había caído en cuenta de varias cosas mientras duró el hechizo
de la enfermera: el cuarto donde estaba era lúgubre y deprimente, apenas dos
metros de ancho por dos de largo, y de techo raso carcomido por la humedad.
También volvió el dolor. Volvió en forma de agujas calientes
clavadas por miles en la parte baja de la tibia y me subía por todo el cuerpo
hasta carcomer mi ánimo y ganas de vivir. ¿Cómo los accidentes pueden pasar así
de rápido, apenas en segundos? Ni siquiera culpa mía fue: iba tranquilo por mi
derecha y esa patrulla pasó como loca muy cerca de mí, haciéndome perder el
control y rayar el asfalto. Después me enteré de que iban tras un femicida de
esos que abundan por estos lares.
¿Han estado en un hospital? Ojalá que no. Pocos lugares son
peores; bueno, tal vez los terminales de pasajeros. No sé cuánto tiempo pasó
antes de que volviera la enfermera, pero había ruido por todas partes. Yo estaba
muy cerca de la emergencia de adultos y era imposible estar en paz. Imagino que
el personal de guardia debió redoblar esfuerzos, porque tres ambulancias
llegaron seguidas y los ecos de los pasillos decían que un autobús de pasajeros
había chocado contra un árbol en la autopista Tinaco-San Carlos, dejando a
muchas personas heridas, algunas de gravedad.
La nueva entrada de la enfermera me devolvió la calma; aunque
lucía algo agitada por la guardia atareada. Fue cuando empezó a preguntar y
comentar cosas con aparente desinterés, cosas como el porqué no ha venido ningún
familiar a ocuparse de mí, que pobrecita esa gente del accidente, cómo están
sufriendo ahora mismo y otras más. Hasta que para la última cambió el gesto:
-¿Por qué me mira tanto?
Me sorprendió su pregunta, sobre todo porque parecía
indiferente a todo cuánto yo hacia; pero resulta que no, que se dio cuenta del
brillo saliente de mis ojos cuando la miraba ejecutar su trabajo con tanto amor
y con tanta abnegación. Claro que ella no conocía lo mucho que me había faltado
el amor en la vida y que por eso me fijaba tanto en los detalles de las
personas motorizadas por el cariño.
Le expliqué que solo me quedaban dos hermanos en la vida y
ambos estaban fuera del país: migraron a Chile en 2017 cansados de comer arepa
de maíz pelado. Pensando que podía evadir la última pregunta, empecé a hablar
de la imprudencia de los choferes de esos autobuses que viajan desde San Carlos
hasta Valencia y de cómo a veces había que llevar un rosario y encomendarse a todos
los espíritus de la sabana.
Inspeccionó una vez más el avance del antibiótico y clavó sus
dos esmeraldas fijamente sobre mí.
-Todavía no me contesta la última pregunta que le hice; no se
haga el loco.
Helado de miedo, sin escapatoria, activé el modo intuición,
que me ha servido en la vida sobre todo para escribir:
-Verá, es que soy escritor y, desde hace mucho, la gran
novela de mi vida está paralizada debido a la ausencia de algo que desconocía;
hasta que apareció usted, toda perfecta, toda Diosa Dana. Usted llena
perfectamente el formulario del personaje de mi creación literaria, para que no
se pierda en el infierno de los textos inacabados.
Siguió mirándome fijamente:
-Vaya, con que escritor. Y verdaderamente habla como uno,
como si al mundo se le fueran a acabar las palabras bien pronunciadas y
aprovecha para usarlas antes de que se esfumen. Ya regreso-.
Nada puede superar semejante piropo: me dijo que usaba bien
las palabras y creo que eso fue como el oxígeno suficiente para respirar el
resto de mi vida de cuestas empedradas, llena de esa maluca sensación o más
bien obligación de remontar un río crecido. De no ser por el calor, nada me
hubiera distraído de aquella especie de hipnosis en los sentidos tras las frases
pronunciadas por la enfermera.
Eran las dos de la tarde cuando entró junto al médico de
guardia, quien traía en sus manos los papeles con todas las indicaciones que
debía seguir, si es que quería recuperarme rápido de la fractura y los golpes.
Ella sujetaba un par de muletas; pero estaba distinta. Su aroma golpeó con más
fuerza mi sentido del olfato. ¿Se había puesto más perfume? Sí, eso hizo; su
mirada también fue distinta, aunque solo nos cruzamos una sola vez.
Como hechizado, apenas alcancé a entender las instrucciones
del doctor, que cerró diciendo que una ambulancia esperaba afuera para llevarme
seguro hasta mi casa. Desconcertado por el dolor, la obligación de caminar con
muletas y, por sobre todo, el miedo de nunca más volver a ver a la enfermera,
busqué dentro de mí la poca valentía que me quedaba y la miré para preguntarle:
-Al menos me gustaría saber su nombre.
Tras una sonrisa y un guiño respondió:
-Me llamo Carmen, y aquí trabajo.
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