Por Hèctor Gonzàlez
Capítulo
I
Prolegómenos
y vestigios
La
pesadumbre inicial llegó el día que dos aviones chocaron las Torres Gemelas de
New York. Al levantarse, su padre le invitó a observar en la televisión lo que
ocurría, mientras una extraña debilidad transitaba su cuerpo. El 11 de
septiembre de 2001 no sólo marcó un antes y un después para el mundo
occidental, urdía también la vida un lance a quien se sentó desentendido a
observar el incidente.
De
aura inquieta y vigorosa, alto y delgado con la piel acanelada, rostro fino y
nariz descollante. Gozaba de un carisma difícil de igualar entre los de su
generación. Su ingenio agudo infundía tal admiración y magnetismo que todos se
regocijaban con su compañía. Juan Andrés España González tenía entonces 17 años
y cursaba el segundo de tres periodos para ser Técnico Medio en Producción
Agrícola en el liceo Alejandro Febres de Las Vegas.
En
un pueblo pequeño -como el ubicado en un punto del antiguo Camino Real del
Apure- la rutina de un joven como Juancho (así lo llaman sus seres queridos y
lo llamaremos siempre en el relato), no salía de un círculo conformado por las
idas y venidas del liceo, visitas al estadio o a la cancha para las prácticas
de beisbol o baloncesto. Por las noches la Plaza Bolívar era la designada para
acoger las tertulias con su grupo, conformado entonces por Alfredo Bello (alias
Gordura), Juan Carlos Gómez, Juan José Gallardo (alias Peto), Jonathan Cermeño,
Marialis Sandoval, Yesica Yeretnaud (alias La China) y otros tantos si bien no
tan cercanos, sumaban.
Era
un jardinero derecho prolijo, convincente y confiado al momento de asegurar la
esférica en el guante. Penosamente fue un bateador de vista cuadrada, no le
pegaba ni a un oso y por ello se ganó el apodo de “El hombre de las tres”,
porque en cada partido el anotador oficial marcaba con puntualidad tres veces
la K para dejar constancia de los ponches atizados.
Se
inclinó por la mención agrícola gracias a la influencia de su padre, conocido
popularmente como “Perico”, pero llamado en realidad Juan España, quien durante
toda su vida ha sido administrador de fincas y desde pequeño lo llevó a lugares
de faenas recias y lo enseñó a montar caballo desde los 8 años. Nunca tuvo
miedo de un corcel como sí de una recta de 80 millas por hora.
A
pesar de los estigmas sociales que bombardean a los chicos desde algunas
generaciones para acá, la adolescencia de Juancho era dichosa y saturada de
felicidad. En aquellos últimos meses de 2001 empezó a sentirse físicamente
diferente: su cuerpo se comportaba de otra manera. Lo notó por primera vez una
tarde que acudió al estadio municipal para trotar un poco. Se fatigó de forma
prematura y su respiración estuvo más agitada de lo habitual. Se deshidrató con
pasmosa facilidad y sólo le provocó entonces sentarse a pasar el trance que
para el momento creyó casual.
Las
clases prácticas en el liceo -donde debía realizar tareas manuales relacionadas
con la agricultura- empezaron a volverse latosas por lo temprano que aparecía
el agotamiento. Cuando llegaba a casa -ubicada en El Retoño, justo al frente
del tanque de agua del sector-, almorzaba y lo único que anhelaba era tomar una
larga siesta. Una vez de pie, cualquier oficio por más exánime que fuese le
producía cansancio.
Su
madre, María Teresa González, mujer mulata de carácter noble y fe inalterable,
baja estatura, piernas fuertes y facciones finas, pensó que su muchacho podía
estar carente de vitaminas y minerales. Así optó por comprar algunas para
paliar lo que entonces pensaban eran carencias nutricionales.
Fue cerca de un mes de fragilidad y malestares
intermitentes. En su interior Juancho sabía que algo no iba bien; a pesar de
ello nada afectó su temperamento. Aparecieron entonces los dolores a la altura
de la frente: se trataba de una molestia leve justo en el entrecejo que se
extrapolaba y tenía un síntoma entrecortado, más agudo por la actividad del
día. La sensación le obligaba a llevarse frecuentemente los dedos al tabique
nasal para mitigarla un poco.
Diciembre
llegó y entre Teresa y Juan -así citaremos a sus padres de aquí en adelante-
tomaron la decisión de llevarlo a realizarse exámenes de laboratorio, para
escrutar las posibles causas de los extraños malestares que aquejaban a su hijo
y que cargaron de zozobra el hogar que también integraba María Angélica, su
hermana mayor.
Un
médico internista del Hospital General Egor Nucete de San Carlos, recomendó la
hematología que no arrojó valores fuera de lo habitual. La sangre no quiso ser
ave de mal agüero y dio paso a un oftalmólogo; quizás por allí se desentramaba
el misterio. Después de un par de pruebas -como aquella de caminar con los ojos
cerrados y tener que leer letras muy pequeñas en una lámina distante- se
determinó que sus ojos estaban de 20 puntos.
Gracias
a la amistad entre Juan y el economista Ignacio Sanglade, europeo amante del
futbol, radicado en el país y que para entonces era poseedor de una finca en
Cojedito, municipio Anzoátegui, logran concertar unos exámenes en una clínica
caraqueña para seguir rastreando las posibles causas de los achaques. Un
domingo bien temprano, acompañados de Juan partieron en una camioneta conducida
por el señor Ignacio. Fue la primera vez que Juancho visitaba una gran ciudad,
los contrastes entre edificios gigantes y rancherías le revolvieron las
vísceras. Al llegar al apartamento del español, vomitó.
Al
día siguiente en la clínica, conversó con un internista sobre su problema. Éste
sugirió de inmediato la realización de una tomografía cerebral que pudiera
arrojar algún indicio de la causa. Luego de soportar desafinados sonidos
guturales dentro de una aterradora cápsula, se dispusieron a pasar la noche en
la capital con el fin de buscar los resultados a la mañana siguiente.
El
cerebro estaba estupendo. La incertidumbre iba en aumento mientras no se daba
con un diagnóstico preciso que determinara el origen de los recurrentes
malestares. El médico recomendó tener paciencia y hacer otras evaluaciones más
adelante. Así que los achaques continuaron formando parte de la rutina de
Juancho.
Pocos
días después, en una tarde calurosa, se sentó a la sombra de un frondoso puma
rosa sembrado en el patio frontal de la casa en busca de frescura, cuando
repentinamente unas gotas de sangre salieron de su nariz. Despavorido y con la
cabeza levantada avisó a Teresa y se fueron al cuarto. Acostado en su cama,
Juancho sentía por dentro como si una burbuja se abarrotaba y explotaba,
obligándolo a esgarrar en intervalos regulares.
Obligado
a escupir y tragar su sangre, Teresa no perdió la calma y llamó a una de sus
hermanas en Tinaquillo. Enfermera y con dominio sobrio de su profesión, Luisa,
mujer de ademanes pulcros, contactó a la otorrinolaringóloga Eliodina Yépez,
quien de inmediato refirió el nombre de unas pastillas para parar el sangrado.
Teresa
partió rauda en busca de las cápsulas. Antes, había llamado a su madre, Isabel,
quien vivía a sólo dos cuadras de allí para que se quedara al cuidado de su
nieto. De carácter recio y tenaz, pero de entrañas tiernas, supo de la llegada
de su abuela al oírla arrastrar los pies por la sala. Preocupada se sentó junto
a él y empezó a acariciar su cabeza con sus avezadas manos. Teresa no tardó,
como tampoco lo hizo para hacerle tomar las pastillas.
En
media hora desapareció la sangre, no así la preocupación por la reciente
eventualidad. Luisa había ya adelantado conversaciones con Eliodina Yépez,
también de Tinaquillo, para que realizara una evaluación íntegra en procura de
respuestas a los hechos. A pocos días los atendió en su propia casa. Benévola
oyó todo el relato de lo ocurrido hasta entonces. Revisó todos los informes y
refirió una tomografía de senos paranasales en la Clínica Asodiam de Maracay,
lugar distinguido por la calidad y confiabilidad de sus estudios.
Dos
semanas después, viajaron para la ejecución del costoso examen. Se trataba en
detalle de una tomografía de senos paranasales con contraste: que en lo
práctico requería de una inyección especial que ensanchaba las arterias y
permitía ver con más claridad la zona chequeada. Tras dos horas de espera en
una sala, pasaron al lugar donde se llevaría a cabo la tomografía. El yodo
pasado por las vías intravenosas para facilitar el contraste le provocó nauseas
-nada fuera de lo normal en esos casos-. Teresa volvería al día siguiente por
los resultados.
Los
145 kilómetros que separan a Maracay de San Carlos, fueron nada ante la
incertidumbre febril de Teresa, que al regreso pasó por Tinaquillo para que la
doctora Yépez diera lectura al estudio. Con la frialdad propia de los galenos,
una vez que observó los exámenes con rigor sacramental, le anunció que Juancho
tenía un tumor en la faringe y debía ser operado de inmediato para evitar
complicaciones. Teresa se estremeció de pavor y arrastró consigo la
preocupación hasta Las Vegas.
A
pesar de la congoja, explicó con mucha pedagogía la causa responsable de todos
los malos ratos de los últimos meses. Juancho no sintió miedo alguno; sabía lo
que era un quirófano porque de chico vivió dos operaciones, sencillas pero
intervenciones al fin. En el fondo y sin dejar de ser presa del suspenso,
sintió alivio por las dudas despejadas y por la concreta forma de atacar el
mal. Era el 29 de diciembre de 2001. Todo empezaba apenas....
Capítulo II
Todo empezaba apenas
Eliodina
Yépez indicó el lugar donde debía hacerse la operación: el Centro Oncológico Luis Razetti de Caracas era el ideal. Así que
las gestiones necesarias se hicieron a la brevedad con el auspicio de toda la
familia. Amigos cercanos fueron a abrazarlo con la llegada del año nuevo y
paliaron un poco su espíritu turbado de dudas y melancolía.
El
apoyo no se hizo esperar por ningún flanco. Los primeros días de enero
partieron a Caracas en una Ford Bronco blanca, conducida por Carlos Mendoza,
amigo de Juan, quien viajó sentado a su lado, mientras que en el asiento
posterior viajaron Teresa y Juancho, cargados con maletas de ropa y fe.
Cuando
llegaron al Oncológico Luis Razetti -una edificación antigua y de estilo
colonial- Juancho se sorprendió de ver muy pocos jóvenes allí dentro; si bien
había niños, los que estaban iban en sillas de ruedas, otros con cabezas
rapadas o chichones en el cuello; la mayoría eran de edad avanzada. La palabra
cáncer no pasaba aún por su cabeza.
Poco
esperaron por la llegada del doctor Armando Mendoza, primo de Carlos, alto y
elegante. Una vez oído los detalles procedió a ponerlos en contacto con otro
galeno que hacía vida dentro del oncológico, quien los citó para la mañana
siguiente.
Pasaron
la noche en el hotel Excélsior, ubicado en la avenida Baralt en Caracas.
Volvieron a la mañana siguiente. Los recibió Ignacio Sanglade en el hospital,
que seguía siendo junto a Carlos Mendoza y Junior Ríos (padrino de Juancho),
las amistades más influyentes y colaborativas.
El
doctor de guardia en el oncológico, luego de ver los estudios quiso ver el
tumor al detalle y procedió a realizarle una nasoscopia. Entraron a un cubículo
donde destacaba un monitor pegado a la pared, conectado a un aparato
rectangular que tenía una manguera negra y delgada como pitillo, con un
minilente en la punta. Sentado en una silla le aplicaron un spray en la nariz y la boca que actuó
como anestesia durante el estudio.
Con
toda la zona dormida y los nervios de punta, el médico le pidió calma y
relajación mientras introducía la manguera por un lado de su nariz. Era una
sensación incómoda, sentía que le rasgaba internamente, mas no había
alternativa distinta a estarse tranquilo. El monitor empezó a mostrar las
primeras imágenes, confusas para Juancho pero claras para el doctor, que
reafirmó la existencia del tumor.
Sacó
la manguera, la limpió con una gasa y la introdujo por el otro orificio de la
nariz. Juancho tocía porque la sentía en la garganta, le dolía. Luego de
decirle que su tabique estaba desviado, le explicó en términos coloquiales
sobre la presencia del tumor en la zona estudiada. Mientras lo oía no paraba de
estornudar y padecer irritación en la faringe. Le dieron unas pastillas para el
dolor. Teresa esperaba afuera.
Una
vez elaborada la historia médica, les comunicaron que los llamarían una vez
decidida la fecha de la operación.
Permanecieron
en Caracas. Junior Ríos, en un noble gesto de solidaridad les pagó un mes de
estadía en el hotel Excélsior, en la Avenida Baralt, tiempo suficiente para
realizar las gestiones pre y postoperatorias. El único que regresó a Las Vegas
en busca de cosas necesarias fue Juan. Mientras tanto, en la tranquilidad del
recinto, Juancho estaba relajado y tranquilo, no padeció malestares durante la
espera y a diario recibía llamadas de sus familiares.
Teresa
fue notificada que la operación se llevaría a cabo del 23 de enero del año
2002. Varios donantes de sangre viajaron para concedérsela. Ellos fueron Rafael
Mena, Leandro Castillo, Carlos Luis Figueredo (alias Cuchillo), Luis Enrique
González y José Antonio González (estos tres últimos primos de Juancho). Lista
la sangre, Juancho debía realizarse una embolización en la Clínica Caracas,
lugar donde hacían el estudio que consistía en pasar un líquido intravenoso
cercano a la verija que daba a las arterias de la faringe, y que despejaría la
zona para facilitar la extracción del tumor.
El
día de la embolización, le dijeron que debía soportar un fuerte dolor por 24
horas, difuminando cualquier vestigio de coraje en Juancho. Teresa y Juan
fueron igualmente presas del miedo cuando el doctor anunció que el malestar era
recio. Colocada la tradicional bata azul y acostado sobre una camilla, le
pincharon el lado derecho de la entrepierna indicándole que no se moviera.
Comenzaron a pasar el líquido y le dijeron que inhalara y sostuviera la
inhalación. Una vez resistida la respiración, sintió que el lado derecho de su
rostro iba a reventar: era un dolor insoportable que provocó de inmediato sus
lágrimas.
Sólo
gimió, se desgañitó por dentro, sentía que un volcán hacía erupción en su cara.
Cuando le pidieron que respirara, el dolor cedió un poco. –Ahora vamos por el
otro lado-, dijo el doctor. Repitiendo la operación, el dolor del lado
izquierdo era tan irresistible como el anterior, de esos en los que llegas a
arrepentirte de haber pisado este mundo.
Por
alguna razón, cuando lo pasaron a la sala de observación el malestar
desapareció. Las 24 horas de dolor que advirtió el doctor no fueron ciertas. A
las pocas horas lo dieron de alta y partieron al oncológico. Debían alojarse y
amanecer en el mismo para tener a tono todos los detalles de la operación. Su
habitación estaba lista, Juancho sólo quiso dormir. Teresa se encargó de
gestionar los pormenores faltantes.
A
las 7 de la mañana del martes 23 de enero del año 2002, entró al cuarto de
Juancho un camillero enérgico y divertido: -Estamos listos chamín, vámonos-.
Camino al quirófano y sentado en la silla de ruedas se sentía tranquilo, sin
ninguna expectativa por la operación, confiado y sereno. Una vez acostado sobre
una camilla en el pasillo frente al quirófano, esperó un largo rato. Una enfermera
se le acercó y le entregó una bata azul casi transparente para que se cambiara.
Mientras aguardaba, sólo oía murmullos, pasos y el sonido peculiar del metal.
Juancho, mirando el techo y la luz tenue del bombillo, sólo en ese momento
podía imaginar la angustia de su madre y su padre.
El
desfile de especialistas comenzó de inmediato. En el transcurso alguno de ellos
con gorra y tapa boca lo empujó hasta el centro del pálido y frío quirófano.
Entre el candil de las luces blancas reconoció la cara del que ejecutó la
nasoscopia. Rápidamente distinguió a quien realizaría la cirugía... su nombre
era Luis Figuera. Otro doctor se acercó diciendo: -Te colocaremos esta
mascarilla en la cara y vas a quedarte dormido-.
Horas
después, sin noción del tiempo y del espacio, pero con plena conciencia de
estar vivo, despertó sin abrir los ojos. Llevó calmada y lentamente su mano
derecha al rostro, como tratando de reafirmar con sus dedos la sensación física
de la vida. Sintió una cuerda que guindaba en su boca, movió la lengua para
tocar su paladar superior; palpando una especie de pegamento áspero con pullas
que debían ser los hilos de la sutura. Le dolía la mandíbula y sentía una
presión en la dentadura. Llevó sus dedos a la nariz y cada orificio estaba
taponado. Sus ojos estaban pesados y reacios a abrirse; sólo oía pasos y
murmullos alrededor.
Cuando
logró abrir los ojos, notó que estaba en la sala de rehabilitación rodeado de
otros pacientes que también pasaron por quirófano. Tenía mucha sed, a los pocos
minutos se acercó una enfermera para revisarlo y preguntarle si quería algo.
Intentó pronunciar la palabra agua, pero no hubo entonación alguna. Así que
optó por hacer una mueca llevando sus manos en dirección a la boca con el
pulgar en frente. De inmediato la enfermera regresó con un poco de agua en una
inyectadora. Le levantó levemente la cabeza y se la hizo beber. Su garganta
estaba totalmente seca.
A
los pocos minutos, el doctor de guardia pasó revista y comprobó que estaba
listo para ser llevado a un cuarto. Cuando salió de la sala, la primera persona
que vio fue a Teresa. Con lágrimas más de alegría que de tristeza, tomó la mano
de su hijo y la apretó con fuerza. Junto a ella, estaban Juan y la tía Leida
-hermana de Teresa-, mujer de semblante lozano y tierno, enfermera de
profesión.
La
operación había durado 4 horas. Su compañero de cuarto era un niño de 8 años,
un andino parlanchín y alegre, con una cicatriz en la cabeza por la operación
de un tumor cerebral. Era el área de pediatría. La pieza tenía 3 camas, la de
Juancho al lado izquierdo, a la derecha la del jovencito y en el otro extremo
una vacía. Un baño y ventanas grandes por las que entraba mucha luz. Todo había
salido a la perfección. Un par de horas después le explicaron que el nailon que
guindaba en su boca daba a un tapón en la faringe, que impedía el habla y no
podía quitarse por nada del mundo.
Al
tercer día, entró al cuarto un doctor para sacar los tapones de su garganta y
nariz, extrayendo -en primer lugar- cerca de 20 centímetros de gazas por cada
orificio nasal. Cuando tocó el turno de la garganta, le pidió que abriera la
boca todo lo que pudiera, halando un montón de gazas enrolladas con nailon. A
pesar del procedimiento, sentía mucha congestión en las fosas nasales y debía
seguir respirando por la boca en todo momento.
Las
horas transcurrían lentamente en una rutina que no pasaba de, entre otras
cosas, ir al baño, sentarse, caminar pocos metros, escuchar a su compañero de
cuarto. Debía taparse la nariz para evitar estornudos normales, ya que esto era
peligroso en su condición. Teresa siempre estuvo allí, hizo amistad con la
madre del niño y mantuvo al tanto por vía telefónica a la familia de lo bien
que iban las cosas, al tiempo que coordinaba cualquier menester para la
estadía.
La
alta médica se produjo una semana después de la intervención, con ella una
serie de indicaciones y tratamiento que debía cumplir a cabalidad, de la mano
de un reposo absoluto y una cita especial en el mes de marzo para la
realización de una biopsia. Su hermana, Mariangélica, junto a Rodrigo, padre de
sus tres hijos, fue a buscarlos en Caracas y los llevó directamente a Las
Vegas. En la tranquilidad del hogar, la recuperación se hacía más llevadera,
recibía visitas con frecuencia de familiares y amigos que se alegraban de verle
bien, con el ánimo repuesto y la total disposición de recuperar la normalidad
de su vida. Ya en casa empezaba a recuperar el habla.
Marzo
llegó armado con su habitual sol acribillante, luego de llegar un día antes a
Caracas y hospedarse en el Hotel Terepaima, ubicado en la avenida Fuerzas
Armadas, volvieron al oncológico Luis Razzeti para llevar a cabo la biopsia.
Luego de revisar la historia médica de Juancho, el doctor introdujo una pinza y
extrajo una muestra del tejido de la faringe para examinarla. Serían
notificados de los resultados una semana después. A los seis días - porque
acostumbraban llegar siempre un día antes- volvieron a la capital en busca de
noticias del estudio.
La
biopsia dio positivo, el doctor de guardia explicó a Juancho que tenía cáncer,
uno con poco avance y relativamente fácil de atacar. Detalló que la operación
fue muy complicada y delicada. El tumor en la faringe tenía ramificaciones
hacia el cerebro. Si no hubiera sido detectado, hubiera muerto de un derrame cerebral.
Mientras oía, los ojos aguados de Teresa iban en aumento. Juancho sintió
angustia y tristeza mezclada al ver a su madre llorar, sin embargo, el galeno
hizo uso de una pedagogía innata para devolverles la calma.
Esclareció
dudas describiendo que había células malas que debían eliminar con quimios y
radioterapias. La primera de ellas en 7 ciclos cada 21 días, mientras que las
radiaciones debían hacerlas de lunes a viernes a primera hora de la mañana. La
quimioterapia a aplicar a Juancho era un líquido de color blanco, suave en sus
efectos secundarios y de las que tumba el pelo en pocas proporciones.
La
fecha de la primera quimio y radioterapia fue fijada para el 11 de abril de
2002. El país vivía un momento político tenso que amenazaba con empeorar. En
medio de la tristeza y las dudas, Juancho volvió a casa y se llenó de fe y
optimismo. Su instinto de sabio hindú le indicaba que la tormenta arreciaría,
pero era consciente de su capacidad para enfrentar la batalla contra el cáncer.
Capítulo III
Entre el sufrimiento y la suerte
A
pesar de sus lágrimas, Teresa no pintó jamás un panorama negativo a Juancho. Su
fe indoblegable y fornido tesón fueron el agua bendita que exorcizó las
endemoniadas dudas que intentaron acercarse. Entre la congoja y el aliento de
los familiares más cercanos, pasó su cumpleaños número 18 del 5 de abril como
un día común y corriente, recibiendo de igual forma las felicitaciones de todos
sus allegados.
La
menguada economía amenazaba con causar apuros adicionales, sólo había dinero
para cubrir dos semanas en la capital. Los familiares optaron por hacer una
recolecta en varios lugares a fin de ayudar todo lo posible. No obstante,
gracias a una de esas espléndidas jugadas de la providencia o el azar, Teresa
ganó un triple en la lotería el 07 de abril, día en que llegaron a Caracas. Su
afición lúdica les concedió la oportunidad de comprar una nevera ejecutiva y
una cocina eléctrica, además de obtener recursos para cubrir necesidades por
más días, sin embargo, en el ya conocido hotel Terepaima no era permitido el
uso de los electrodomésticos recién adquiridos. Esa misma noche, recibieron la
llamada de Yaneth Navas, una vecina, quien había conversado con su cuñada que
vivía en el sector La Vega (Caracas) y estaba dispuesta a darles asilo en su
casa todo el tiempo que fuera necesario.
Previa
coordinación telefónica, se encontraron la noche del día siguiente en el
bulevar de Sabana Grande con una mujer mayor, mulata, de mediana estatura,
caderas anchas y una sonrisa que delataba su amabilidad. Se llamaba Betsy.
Tomaron un taxi hasta La Vega y llegaron a una casa de dos plantas, pequeña y
acogedora. Se sentaron en la sala del primer piso y empezaron a conversar,
poniendo al tanto a la anfitriona de todos los acontecimientos de los últimos
meses.
En
el segundo piso de la casa, vivía la hermana de Betsy junto a su hijo, la nuera
y su nieta de 3 años. Pernoctaron en la casa de Betsy aquella noche y al día
siguiente fueron por sus cosas al hotel para finiquitar la estadía en La Vega.
A
las 6 de la mañana del 11 de abril salieron hacia el oncológico. Caminaron por
la vereda hacia la avenida principal de La Vega para tomar un taxi. Juancho
llevaba al hombro un morral lleno de enseres, nervios y dudas por el arranque
del tratamiento. Las calles lucían su modo automático tradicional, con gente
moviéndose en modo instintivo a sus obligaciones inherentes al esquema que
impera en Venezuela y el mundo. Aquel día estaban previstas dos marchas
antagónicas que acabaron en tragedia. Ignoraban por completo el entorno
político que los rodeaba.
Ya
en el oncológico, llegaron a una taquilla, donde mostraron una tarjeta que
tenía escrito el número 128195, código con que se enumeró la historia médica.
Aguardaron unos minutos mientras hallaban el expediente y recibieron la
indicación de subir a la sala de quimioterapia en el segundo piso. Subieron la
escalera y se sentaron a esperar. Se encontraron alrededor de 10 personas y los
infaltables vendedores de libros, revistas de entretenimiento y juegos lúdicos;
un trío que nunca fallaba por aquellos lares.
Era
una mañana fría, la brisa helada del Waraira Repano se escurría por las
ventanas. Luego de 4 horas de espera y 6 crucigramas resueltos, a las 11 de la
mañana una enfermera exclamó: -¡Juan España, pase por favor!- Tomó asiento en
una silla de metal de color plata mientras revisaban su expediente. -Ahora
vamos a tomarte la vía-. Estaba tan nervioso, que la enfermera no le halló la
vena. Su brazo era hielo, tuvo que salir a tomar sol para entrar en calor y
bajar un poco la tensión. Cuando se sintió más calmado, regresó.
Sentado
nuevamente en la sala de quimioterapia, sintió una mano cálida sobre su hombro
y oyó una voz dulce decir: -Cálmate, no te preocupes-. Al voltear, se encontró
con una joven rubia, de ojos grandes expresivos y torso pecoso. Se llamaba
Anseli, acompañaba a su padre que también cumplía tratamiento. Se sentó a su
lado, apretó su mano derecha y empezaron a conversar mientras le tomaban la
vía. Fue un bálsamo para Juancho.
Luego
del básico procedimiento, le asignaron un sillón-cama de los muchos dispuestos
en un largo pasillo, con muchas ventanas a los lados, todas abiertas. Teresa
siempre estaba cerca, unas 10 personas se encontraban allí. Juancho notó
rápidamente ser el más joven presente; pasaría lo mismo en las semanas
siguientes. Una enfermera que rodaba un paral se instaló a un costado y le
explicó que, en primera instancia, pasarían solución fisiológica para limpiar
las venas antes del tratamiento.
Mientras
tanto, Juancho miraba el televisor instalado en un aéreo pegado a la pared y
puesto en RCTV. Las noticias reportaban avances permanentes de las marchas y lo
tenso del ambiente. Anseli estaba también en la sala, siempre cerca de su
padre; un italiano afectado con cáncer de pulmón, criado en Venezuela y
residenciado en Caracas. Ella vivía en Maracay y viajaba para ayudar en el
tratamiento, que coincidía siempre con el de Juancho.
Cuando
se acabó la solución, sustituyeron el envase por otro también transparente: Así
se iniciaba la quimioterapia. Al ver a los lados y notar que algunos líquidos
eran rojos, recordó al doctor que le notificó que tenía cáncer. Dos minutos
después de empezar a transitar el líquido por su organismo, comenzó a vomitar.
Luego de 5 arqueadas expulsando saliva, vinieron náuseas y mareos. Se sentía
débil, mantenía siempre sus ojos cerrados. Una enfermera se acercó y les contó
que todo aquello era normal.
El
fluido era premioso, la incomodidad persistía, sin embargo alcanzaba a ver
fragmentos de lo que la televisión seguía reproduciendo: hablaban de las
marchas, del presidente Chávez, paneles de periodistas debatían sobre la
situación. Cada vez que tomaba agua la vomitaba al rato, por momentos cedía el
malestar y dormía por intervalos.
Por
la televisión informaron sobre los disparos en Puente Llaguno, las enfermeras
hablaban sobre el rumor de golpe de Estado y de la situación en la calle que ya
había cobrado la vida de varias personas, mientras llamaban preocupadas a
familiares para corroborar que estuvieran bien. Los pacientes que recién
llegaban comentaban al respecto, la sala estaba saturada de la tensión que
inundaba al país en ese instante mientras la pantalla del televisor se dividía
entre una marcha y un mensaje que dirigía el presidente Chávez a la Nación.
Juancho, a sus 18, no tenía ningún tipo de conciencia política y sólo se
dedicaba a observar.
Débil
hasta el punto de no poder caminar, perdió la cuenta de la cantidad de veces
que vomitó. Teresa estaba atribulada y triste por su muchacho, y por la
situación afuera. El tratamiento duró alrededor de 5 horas. A las 6 de la tarde
una enfermera anunció que la Guardia Nacional había trancado la Avenida Fuerzas
Armadas: -Tendrán que pasar la noche aquí por precaución-. Durmieron en los
sillones. Juancho no comió nada sólido, no toleraba los líquidos, cualquier
intento de beber algo terminaba en vómito. Aquel 11 de abril fue un día de
sufrimientos.
Fue
una noche larga, los sillones no reclinaban del todo, Teresa fungía como
soporte para que su hijo quedara decúbito. Sorbió agua un par de veces en la
madrugada sólo para mojarse los labios. Seguía débil pese a no vomitar de
nuevo. Despertaron al notar halos de claridad, lo mismo que las 3 personas de
la sala de aquel 11 que se vieron obligados a estar allí por las
circunstancias.
En
los pasillos corrían torrentes de rumores, prensa en mano hablaban de un golpe
de Estado, renuncia del presidente Chávez, cantidad de muertos en las marchas y
un largo etcétera que parcamente resumía uno de los días más tristes en la
historia de Venezuela. La debilidad seguía, su caminar era pausado y apoyado
del brazo de su madre. Inapetente rechazó desayunar. Salir del hospital fue un
calvario, debió sentarse varias veces, estaba exhausto.
Tomaron
un taxi hacia La Vega, en las calles persistían secuelas de lo sucedido, había
policías y guardias nacionales por todos lados, especialmente en Puente
Llaguno, el ojo del huracán. Llegados a casa de Betsy, repasaron indicaciones a
cumplir en la cotidianidad como complemento al tratamiento, reposo permanente, dieta
cargada de frutas, carnes blancas y poca azúcar. Durmió profundamente hasta
pasado el mediodía. Teresa lo despertó para que comiera la sopa de pollo que le
había preparado. Comió sin contratiempos, el caldo repuso un poco más sus
fuerzas.
El
resto del 12 de abril transcurrió entre ir al baño a orinar (el tratamiento lo
provocaba) y mirar noticias por televisión. Los canales tenían centrada su
parrilla en la renuncia del presidente Chávez y en los conflictos que causaron
cientos de muertos. Vieron a un calvo de baja estatura autoproclamarse presidente
y recibieron llamadas de familiares y amigos hasta la llegada de Betsy, entrada
la noche.
De
inmediato la pusieron al día. De forma tierna, afectuosa y con palabras dulces,
transmitió su fuerza y gratificación porque las cosas iban marchando bien. El
13 se sentía repuesto, los tumultos seguían en la ciudad, rumores iban y venían
con la brisa. En la televisión todo parecía en calma, su rutina no tuvo mayores
novedades, debía estar listo para la primera sesión de radioterapia pautada
para los próximos días.
Aquella
madrugada del 13 de abril el presidente Chávez volvió al poder. Cuando salieron
temprano a tomar el autobús, porque ya conocían la ruta, el orden
constitucional había sido restaurado. Fue inmune al estrés de la ciudad,
llegados al oncológico fueron directo a la sala de radioterapia. Allí aguardaba
la doctora Laura Ruan, carismática cincuentona, blanca y pecosa, cabello corto,
fina y erguida. Una vez chequeada la historia médica, pasó a otra área dotada
de equipos especiales, amplia y con puntos rojos en forma de láser en las
paredes. Dos radiólogos giraron instrucciones. Se quitó la camisa y le
colocaron una máscara de plástico en la cara, hecha a su medida semanas antes
en la Clínica La Floresta. Dibujaron puntos de referencia sobre ésta acostado
sobre una máquina parecida a las hacen tomografías. Uno de ellos entró y salió
varias veces de la cabina de controles para hacer ajustes hasta terminar. Todo
fue invisible e indoloro en 15 minutos de sesión.
La
radioterapia fue siempre así: de lunes a viernes durante 5 meses. Los días
previos a la segunda sesión de quimioterapia, pasearon con frecuencia el centro
de la ciudad, donde en una oportunidad a Teresa le robaron un tique de lotería
doblado en una caja de cigarrillos por dejarlo en la orilla de su cartera;
primera y única vez que deseó que un triple no saliera.
El
contacto con gente enferma mayores que él, fue cambiando de a poco su
percepción de la vida, relacionarse con ellos, conocer sus historias, compartir
miedos y esperanzas, desarrolló su innato gen de empatía y comprensión. Comenzó
a leer libros de autoayuda -el primero, comprado en el hospital- fue “El Poder
está Dentro de Ti”, de Louise Hay. Su tía Luisa, convertida en una especie de
psicóloga personal, le regaló cedés de música para meditación, lo invitó a
imaginarse naves espaciales armadas con láser atacando y derrotando a un tumor.
Su imaginación daba para eso y más.
A
pocos días de la segunda quimioterapia, pautada para el dos de mayo de 2002,
tenía miedo. Lo vivido en aquella sala del 11 de abril era razón suficiente
para estarlo. Fue tanto así, que una vez que empezaron a limpiar las vías con
solución intravenosa, se fue en vómito. La enfermera sorprendida explicó la
causa presumiendo que debía ser emocional. En efecto lo era, esta segunda
quimioterapia le pegó poco o nada. Su cuerpo se adaptó con facilidad.
Topaban
siempre con Anseli y su padre el italiano; sólo hasta la cuarta sesión, luego
ella llamó para notificarles que su padre no pudo más con el cáncer de pulmón.
Juancho bajó paulatinamente de peso, el cabello comenzó a caer por los costados
y decidió raparlo del todo, la cotidianidad caraqueña no dejaba lugar para
distracciones, así que no tuvo tiempo de sentirse débil. Cada 15 días o
mensualmente viajaban a Las Vegas a recargar provisiones materiales y
emocionales.
La
fe hacía su parte, en La Vega un radio pasaba el día encendido, con mucha
frecuencia sonaba la canción “Color Esperanza” de Diego Torres: Saber que se puede, querer que se pueda,
quitarse los miedos, sacarlos afuera, pintarse la cara color esperanza, tentar
al futuro con el corazón… Melodía sanadora del espíritu. En una noche de
oración a la Rosa Mística, Teresa rezó con tanta convicción que se sintió
poseída por una paz celestial, se convenció de que todo estaría bien. Al ver
sus manos, notó que brillaban llenas de escarcha. La mañana siguiente contó a
Juancho lo sucedido con lágrimas en los ojos. Sus abuelas Isabel y Cira
llamaban con frecuencia, brindaban los sabios consejos que sólo las nanas
conocen.
De
las pocas novedades surgidas, estuvo una ocasión en que unas ampollas adicionales
al medicamento para la quimioterapia no se hallaban. Una enfermera contó a
Teresa el caso de una señora que perdió a su esposo una semana atrás y que
tenía en mente donar unas ampollas sobrantes. Fueron hasta la urbanización El
Paraíso. Luego de escuchar la historia de la viuda y ayudarla a desahogar su
pena, tomaron los medicamentos y se despidieron con abrazos de solidaridad y
profundo agradecimiento.
La
anécdota no quebrantó su imperturbable fe. Hasta el último día de tratamiento,
Juancho fue como el tallo del samán que crece en su tierra, nada alteró su
confianza compacta y serena. Aguantar ciclos de quimio y radioterapias juntas
fue una muestra de las ganas poderosas de querer seguir con vida. Cinco meses
después la vida empacaba nuevas pruebas, y como nunca necesitaría de ella.
Capítulo IV
Un nuevo reto
Concluido
el tratamiento, regresaron a Las Vegas. Los médicos indicaron descanso durante
un mes y medio. Una vez cumplido debían regresar a Caracas para realizar la
biopsia que indicaría el estatus del cáncer. Estaba frágil, enjuto y con
manchas en la cara producidas por la radiación. Mantenía corto el cabello que
crecía sin problemas.
Sentía
pena al mirar los semblantes compasivos de amigos y conocidos por encontrar su
aspecto sacudido por los medicamentos. Los chismes que viajan con la brisa
veguense, mutaron hasta amasar la tesis del cáncer de cerebro. Ante ello debía
aclarar permanentemente de qué se trataba la enfermedad. Fueron días de
respuestas y explicaciones, dudas y visitas de los más allegados.
Betsy
los recibió en Caracas con el afecto de siempre. Estuvieron el tiempo necesario
mientras realizaron una nueva nasoscopia y extraían la muestra para la biopsia.
Volvieron a Las Vegas y regresaron 8 días después para saber el resultado.
El
médico de guardia del Centro Oncológico Luis Razetti les dijo que el tumor
estaba renaciendo, las células cancerígenas -ahora en menor porcentaje- seguían
en la faringe. Sintió helar su sangre, Teresa tomó su mano derramando lágrimas
de angustia y tristeza. El terror se apoderó de ambos. El galeno hizo su papel
de psicólogo, pidiéndoles calma y explicándoles los nuevos pasos a seguir, que
consistían en dos sesiones de radioterapia interna y una de quimioterapia. Pese
al tono dulce y sensible del doctor, fantasmas oscuros se asomaban al claro
pasillo de la fe.
Regresaron
a Las Vegas, 15 días tenían para preparar un nuevo reto. Las dudas no cedieron.
Buscando amparo para no resquebrajarse, escrutaron -por recomendación de la tía
Sady- en la medicina naturista. Fueron a casa de un señor llamado Luis,
habitante del sector Los Samanes de San Carlos y muy bien reputado en su
oficio, especialmente cuando de cáncer se trataba. Luego de preguntar hasta el
signo zodiacal de Juancho, y explicar amablemente que su método no afectaría en
nada el tratamiento convencional, recetó dos vasos diarios de un líquido amargo
envasado en dos botellas de vidrio. La confianza transmitida motivó la
aceptación.
Volvieron
a Caracas cargados de maletas y dudas. Betsy como siempre hizo de su
hospitalidad un factor determinante en la tranquilidad de Juancho. De vuelta a
la sala 11 -como Juancho la definió en su momento- la única quimioterapia a
realizar fue ejecutada sin sobresaltos; salvo náuseas esporádicas. La
radioterapia interna debía hacerse en la Clínica La Floresta, tal como indicó
el médico.
Dos
días después llegaron a la clínica. Juancho estaba nervioso y lleno de
incertidumbre ante lo desconocido. Una vez revisada su historia entró a un
cuarto de aspecto similar a la del oncológico. Acostado sobre una camilla, los
técnicos introdujeron un tubo fino trasparente por cada orificio de la nariz,
dentro pasaba un cable gris conectado a una máquina especial que no alcanzaba a
ver. Se sintió un hierro a punto de ser soldado.
Le
pidieron que se relajara, sentía los dos puntos en las paredes de la faringe
punzantes y raspantes. Alrededor de 10 eternos minutos sintió como si dos
clavos calientes penetraban sus entrañas.
La
molestia quedó por varias horas, la radioterapia localizada significó un nuevo
trauma físico; uno más entre todos los vividos en los últimos meses. Sin
embargo, sólo faltaba un paso, otra sesión más y a olvidarse de todas las
torturas; al menos eso esperaban.
Al
día siguiente volvieron a La Floresta, los técnicos repitieron la rutina. El
susto esta vez fue menor, la conciencia del procedimiento le sirvió para
concentrarse y paliar las tribulaciones físicas. A pesar de todo se sintió de
nuevo como un metal en proceso de fundición con una máquina de soldar.
Volvieron
al oncológico, allí dieron parte del cumplimiento tanto de la quimioterapia
como de las dos radioterapias internas. El médico de guardia hizo las preguntas
de rutina y sugirió un mes de reposo como preámbulo a una nueva biopsia que
arrojaría los resultados del último tratamiento. Volvieron a Las Vegas, al
calor del pueblo y el hogar.
Durante
esos días, continuó tomando el brebaje naturista preparado por el botánico,
total lo único que podía hacer era sumar. De sus oídos empezó a brotar
espontáneamente una secreción grisácea y espesa. Alarmados consultaron a la
doctora Eliodina, quien explicó que no había nada de qué preocuparse, que
obedecía a efectos secundarios normales luego de las etapas de tratamiento
vividas recientemente. Debió usar tapones de algodón por precaución.
Un
mes después regresaron a Caracas. En sus rostros se dibujaba la angustia y la
preocupación. El miedo a que la enfermedad siguiera presente le quitaba paz a
sus almas. Los ratos de oración, conversaciones con Dios y las palabras siempre
alentadoras de Betsy ayudaban a paliar la zozobra.
En
el oncológico la rutina fue la misma, el médico extrajo la muestra con las
pinzas y 7 días después estarían los resultados... Quizás los 7 días más largos
en la historia de la vida de Juancho y Teresa. Su espera en la capital fue una
lucha permanente con la ansiedad y rosarios febriles.
El
tratamiento había dado resultado, la biopsia salió negativa, las células
cancerígenas habían desaparecido por completo. Teresa llevó sus manos al pecho
y levantó la vista al cielo en señal de agradecimiento al Dios con el que
conversaba a través de las cuentas del rosario. Juancho respiró aliviado y se
sintió liberado de un peso extenuante y hostil.
El
médico que les dio la noticia, explicó con detalles todo lo que vendría a
continuación. Serían 8 años de control y seguimiento, siempre a través de una
tomografía de senos paranasales. En los primeros tres años, cada tres meses;
los otros cinco, cada seis meses. “De ahora en adelante debes llevar una vida
muy sana, evita el alcohol, come sano, haz ejercicio y sobretodo evita los
olores fuertes y todo lo que pueda ser dañino para tu nariz”, dijo.
Todos
estaban felices, Juancho salió airoso en su cruzada contra el cáncer, su vida
cobraba otro matiz. Para los controles no fue necesario hospedarse en casa de
Betsy, quien siempre estuvo atenta a través del hilo telefónico. Se alojaban en
el Hotel Terepaima de la Avenida Fuerzas Armadas en Caracas, punto cercano al
oncológico Luis Razzeti cada vez que tocaba control médico.
La
recuperación fue progresiva, fue ganando peso y las manchas en el rostro
-aunque más lentamente- fueron desapareciendo gracias al tratamiento
recomendado junto al aloe vera. Sólo un par de secuelas quedaron para siempre;
una fue su tono de voz, agudo y fino antes de la operación, se volvió grave y
denso debido a la invasión en la zona al momento de sacar el tumor de la
faringe, afectando el proceso fonético. La otra fue la saliva, las radiaciones
quemaron sus glándulas salivales, por lo que la producción no fue la
misma.
Durante
el primer año de control hubo miedo, cada viaje generaba una incertidumbre
sustancial ante la posibilidad de escuchar malas noticias. Sin embargo, en cada
viaje la angustia fue desapareciendo hasta esfumarse por completo.
Hoy
la vida de Juancho tiene otro color, sentir y padecer la posibilidad de
perderla cambia percepciones. Se volvió un ser emocionalmente fuerte y estable,
con una empatía sobresaliente que inunda de calidez a todo el que se acerca.
De
vez en cuando, sólo de vez en cuando, se siente frustrado por no contar con una
voz plena que le permita explotar su potencial musical y su don de educador.
Al
culminar estas líneas, Juancho contaba con 32 años, su título de docente en
Educación Agropecuaria y una larga experiencia como corrector de ortografía en
un conocido diario de Cojedes. Con la energía de un titán y un aura noble y
bondadosa, es capaz de llenar de paz a quienes buscan su testimonio como
símbolo de fe, pero muy especialmente, es capaz de dejar una luz de esperanza
en cada sendero que transita.
Un testimonio de Fé y esperanza, indiferentemente a la incertidumbre que genera el cáncer y la volatilidad propia del entorno, prevalece la solidaridad no sólo de familiares, sino también de amistades y personas que van llegando a la vida de uno y son Ángeles de Díos 🙏, la experiencia de los galenos es ineludible pero lo que percibo que la mejor intervención es la divina, nuestro padre celestial tiene el control de todo. Bendiciones infinitas Héctor Nuno González por escribir estás vivencias que sirven de referentes para muchas personas
ResponderEliminarQue bonito y emotivo relato conozco los padres de este muchacho y se por los momentos difíciles que vivieron, gracias a Dios que todo salió bien 🙏
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