Despertó como siempre a las cuatro de la mañana, esta vez impregnado de un aura solemne que lo convenció de que aquel día sería el último de su vida.
Frente
al espejo contempló sus ojos de gato astuto, único resquicio de su antigua
virilidad, reflexionó un par de segundos y dijo para sí: -No es momento de
temer, total, siempre he dicho que todos vamos para allá-.
Preparó
un ritual solemne para esperar a la muerte. El inventario de prohibiciones se
limitaba a una caja de cigarrillos Star Life y una botella de Chimemeaud, justo
lo que había la tarde hirviente en que un accidente cerebro vascular le
durmiera el lado izquierdo del cuerpo, un año antes.
Contempló
todo con la abnegación de la despedida. Con paso lento pero seguro, acarició
las espigas del maíz, le dedicó una estrofa de un pasaje de Jesús Moreno a una
lechosa complexa y le silbó "Amor Enguayabao" a unas cayenas:
"Llorando se queda el monte cuando se marchan los amos".
Tras
pasear la siembra, libre de obligaciones de conuquero, sacó al solar de
enfrente el mecedor de mimbre que tejió con sus manos, buscó el agua ardiente,
cigarros y fósforos y se sentó con la mano buena recostada en la nuca.
"Yo
no lo niego que te quiero todavía, porque fue tuyo el amor que te
entregué..." Cantaba y pensaba en Yuda, el amor de su vida y portadora de
su última semilla.
"Yo
que contigo miraba todo distinto, era bonito soñar cuando te encontré..."
Pensó
en la ingratitud de la vida por ponerlo, después de viejo, a vivir amores
contrariados y a sentir amor cuando el arma escasea de municiones.
Tras
encender el segundo cigarro y empinarse el quinto trago, dejó a un lado los reproches
y concluyó que había tenido una vida feliz, sin ataduras ni limitaciones de las
apariencias, obedeciendo siempre al instinto y dejando huella profunda en la
tierra.
-Me
voy tranquilo-, pensó. -Total la cosa allá debe ser muy buena, porque nadie se
ha regresado-.
El
alba se mostró tras un Samán centenario, fue para él la señal de la hora
última. Empinó el codo para un trago largo y picante, el último de su vida.
Encendió un cigarrillo con ademanes de aristócrata, le dio una fumada larga y
tarareó su último pasaje: "Mi pensamiento se esparce en la lejanía, a
rienda suelta como un brioso corcel, y el sentimiento que se agiganta en mi
pecho, me da el derecho de marcharme y no volver". Suspiró al terminarlo,
recostó su cabeza en la mecedora y se durmió para siempre.
Héctor Nuno González
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