Por: Héctor Nuno González
Ilustración: Danny Figueredo
Camila no sabía qué hacer con aquellas sensaciones,
nadie le había explicado. Por eso, cuando aquel flaco de facciones finas y
ojos tristes apareció comandando la entrada del cura en la homilía, pensó que
temblaba la tierra.
Parecía una plastilina gigante, superaba los 185
centímetros de estatura y asistía al sacerdote con tal diligencia y voluntad,
que no pudo concentrarse ni aquel domingo ni los siguientes.
Había
llegado al pueblo proveniente de tierras frías, su familia cambió los andes por
el llano porque sus abuelos ya no soportaban el frío inclemente que se les
metía en los huesos y les dolía para respirar. No más llegar, se puso a la
orden en la parroquia.
Camila tenía 12 años recién cumplidos y la vida le estaba mostrando de golpe la rudeza de los cambios naturales. Sus padres la abandonaron cuando tenía un mes y vivía con una amorosa tía que trabajaba demasiado, no tenía tiempo para orientarla y hacerle saber las transformaciones que su cuerpo empezaría a sufrir y mucho menos la contrariedad de la adolescencia y el amor.
Camila tenía rizos cortos, suaves y acaramelados, la piel de porcelana con aroma de lirio blanco y los ojos verdes como las hojas de un árbol centenario. Idéntica a su madre, sus caderas comenzaron a ensancharse y los senos comenzaron a crecerle a un ritmo frenético.
De modo que un abuelo criado en la era más rural del país, hubiera dicho que ya estaba lista para tener hijos y atender a un hombre, porque en aquellos pueblos todavía era necesario, según ellos y algunos de sus nietos, que las mujeres se quedaran como amas de casa por siempre, cumpliendo con el deber de complacer al varón.
"El señor esté con ustedes", recitó el sacerdote con una voz apacible y bien articulada, pero Camila no pudo entonar la respuesta porque tenía un nudo en la garganta y un mar espumoso de sensaciones en su estómago. Distraída mirando al flaco gigante, sentía un fuego ardiendo en su interior cuando supo que al momento de comulgar, podría verlo de cerca, así que durante los momentos previos sudó frío y en grandes cantidades.
Llegado el momento de consumar el sacramento, ganado con esmero tras un año de estudios de catequesis en la inocencia de sus 10 años, apenas y podía contener las ganas de llorar solo para exorcizar el torrente de emociones internas.
Cabizbaja recorrió la fila y levantó la vista cuando faltaban dos personas, creyó desfallecer al verlo a la derecha del cura con sus manos juntas sobre el pecho y descubrir que tenía los ojos del color de la miel pura que su tía solía ponerle a sus panquecas.
"El cuerpo de cristo", procedió el presbítero y ella dijo amén sin emitir ningún sonido, el aroma a madera fina proveniente de la bata blanca del monaguillo acabó de hechizar sus sentidos y el aire se le acabó al notar que él, con su mirada llena de montañas frías, la observaba embelesado y pensando que estaba viendo a la niña más hermosa del llano y del mundo.
Los días de la semana se volvieron interminables para Camila, el domingo nunca fue tan lejano y la ansiedad la llevó a comerse las uñas; antes de aquel flechazo inexplicable dormía como pereza, ahora pasaba las madrugadas en vela atormentada por el recuerdo del olor del monaguillo y de sus ojos de miel.
Varios domingos pasaron, cada cruce de miradas equivalía a una victoria del amor, era un suspiro de tranquilidad al saber que su existencia no le era indiferente a aquel muchacho de viento serrano, que ahora luchaba por mantener su disciplina en la eucaristía en lugar de ruborizarse por notar que la niña de los ojos verdes lo miraba desde las filas de la feligresía.
En aquel berenjenal dominical se encontraban cuando la tía cayó enferma de un extraño mal que le impedía mover sus extremidades. Como era su deber, el sacerdote de la parroquia acudió para ayudar y orar por su hermana en Dios y, por lo delicado del mal, necesitaba la asistencia del monaguillo de la iglesia.
Llegaron un jueves por la mañana, antes de que empezara el calor y vestidos de limpio. Camila oyó el ruido del carro y sintió el cataclismo de sus entrañas al notar quién era el copiloto. Pálida de miedo y emoción, los hizo pasar hasta el cuarto de su tía haciendo un esfuerzo titánico para articular las palabras indicadas en el protocolo de bienvenida.
Esperó y rezó en silencio en la sala, pensando que aquel olor de madera en el ambiente podía ser perfectamente el aroma que deseaba percibir el resto de su vida, sin saber cómo explicarse todavía el por qué.
Terminado el
ritual salieron del cuarto y el sacerdote pidió al monaguillo esperar
en la sala junto a la niña mientras pasaba a saludar a unas vecinas de la zona.
Camila creyó morir cuando aquel chico alto y encantador, tomó asiento en la otra esquina del sofá de tres puestos. Nunca lo había visto con ropas juveniles y su indumentaria le pareció algo melancólica, como su mirada, pero a la vez pensó que el oxigeno de la tierra empezaba a acabarse justo en aquel momento de su vida.
El momento cumbre de su existencia, el que habría de recordar siempre muchos años después y hasta su muerte, llegó cuando estaba a punto de desmayarse. El muchacho de los ojos de miel se corrió un puesto, levantó la cara, respiró profundo y la miró a los ojos para decirle, con una solemnidad y firmeza incuestionables: "Eres la niña más linda que existe en el mundo, siquiera comparable con el paisaje de las montañas de mis primeros años. Cuando tu tía se recupere voy a pedir tu mano porque cuando estemos más grandes me quiero casar contigo. Sé que lo deseas también, ya aparecías en mis sueños antes de llegar a la llanura, y ahora la patrona Virgen de la Coromoto te ha hecho realidad".
NOTA: Cuento publicado en el libro "Marzo, ceibas y samanes"
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