Por Héctor Nuno González
Tras cometer el acto más infame de mi vida, decidí fingir demencia porque no soportaría mirar los ojos de los demás.
San Carlos es una ciudad de clima duro,
pero con la soledad ideal para un mendigo. Aquella noche, durmiendo bajo la
estructura de un edificio en construcción, lloré como un niño y me arrepentí
una y otra vez de la atrocidad cometida.
Mis primeras acciones como deambulante
fueron caminar descalzo al mediodía por el centro y sus calles principales,
usando solo un bóxer roto, una franela apestosa amarrada a la cabeza y lentes
oscuros para evocar algo de algún estilo reciente.
Los lentes, además, me ayudaban a ocultar
la pena que me carcomía las vísceras y martillaba el pensamiento con una saña
apocalíptica.
Tarde o temprano lo descubrirán, eso es
seguro, pero para entonces ya todos creerán que estoy loco en verdad.
Era domingo y San Carlos flotaba de
calor, sus calles solitarias hervían como lava volcánica y mi conciencia era
una horda de termitas comiéndome los huesos.
Demasiados mendigos en San Carlos, no sé
la razón. Acaso estarán fingiendo como yo, acaso huyendo de una situación
insoportable para su espíritu.
¿Me creerían que he hablado con todas
las almas en pena de la cuidad? San Carlos tiene muchos fantasmas con asuntos
sin resolver.
¿Y si me ven los poetas? Dicen que todo
embellecen. No sé, Sarita prefiere la luna, Miriam los atardeceres, Isaías y
José Daniel los bares, Fex los amores imposibles y Valenzuela Oviedo a las
bastardas. Si hay alguien va a saber de mí, que sean Guaicaipuro o Héctor
Alonso, quién quita lleven mis pensamientos al teatro.
¿Un loco reconoce a otro loco? No sé,
pero claro está que un loco es cómplice de otro loco. Lo supe en los ojos de
Rosa María, que apuntó sus paraparas con desconfianza hasta sentir mi desdén y tomar
mi mano en solidaridad silenciosa.
No siempre es un sol infernal, a veces
llueve y las calles se convierten en ríos de corrientes feroces, colapsan los
canales de drenaje y a la gente que los pesca el aguacero por fuera, están
obligados a mojarse hasta las rodillas.
Y en medio de toda esta locura, terminé
por convertirme en alguien totalmente distinto.
Empezó aquel año alborotado donde todo
escaseaba. Yo era un poeta, o así me decían, pero no vivía de eso sino de la
agricultura con mi sueldo en una empresa de servicios.
Aquel día tocaba inspección y como
siempre llegué puntual, atribulado por la falta de alimento en mi estómago y la
despensa de casa, donde habían quedado mis tres hijos y mi mujer atentos a la
promesa de regresar con algo para comer.
Por esos días era esa mi misión, darles
siempre palabras de esperanza que paliaran la angustia en sus estómagos
transidos.
Por orden del gobierno, debíamos sembrar
cuatro mil hectáreas de girasol y demostrar la capacidad heroica y productiva
de la patria. Hasta bonito suena, hasta bonito se dibujaba en mi mente. Ah,
pero la caudilla del fundo expropiado mandó a llamar al funcionario del INIA.
Ese regordete infame fue quien empezó.
Cuando preparamos el terreno, el sujeto
fue muy claro: -Más que las semillas, lo cotizado aquí son los fertilizantes.
Vamos a reportar perdida casi total y lo demás lo desviamos a unos socios en
Acarigua, toca 25 por ciento para cada uno-.
Diosito, tú eres testigo, no tenía
escapatoria... Bastaron doce horas para consumar el crimen y concretar soberano
robo a la nación. Ellos estaban acostumbrados y auspiciados por el futuro
canciller, pero yo no.
Doce horas bastaron para pasar todo bajo
cuerda, recibí el dinero en efectivo con pesar en el alma y me fui de ese fundo
infernal.
Ay, la soberanía agroalimentaria... Ay,
la lucha campesina de los hijos de Zamora... Ay, la patria grande...
Cuatro meses después armaron su show de
mentiras, protagonizado por el presidente de la República quien mandó a montar
un set usando de fondo las únicas panojas que nacieron. Cotorreros...
Hablaron del tren, de los fletes, la
soberanía agroalimentaria, de proyectos, del Che, de Neruda... Todo en vano.
Cotorreros...
Era suficiente dinero para evadir
penurias durante seis meses, es verdad, pero yo no podía con mi conciencia. Así
que antes de irme, sin avisarle a mi mujer y a mis hijos los dejé sobre la mesa
con una carta bien descrita que cerraba diciendo: "No soporto tanta vergüenza".
No intentaron detenerme, conocían de mis decisiones firmes y carácter inflexible cuando se trataba de mi orgullo.
Años después y ya verdaderamente loco de
perinola, pasaba por la tienda del árabe y estaba en la televisión el autor
intelectual del crimen, con sus hermosos ojos verdes y ademanes de cínico. Solo
me detuve a decir: Mira lo que hiciste, canciller, mira lo que hiciste...
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