Por Héctor Nuno González
En un pueblito llamado Jiriguaren vivía Rosa María, una trigueña encantadora que desde muy pequeña mostró virtudes excepcionales para el baile del joropo y, muy especialmente, el acompañado con el violín. Con solo trece años, acudía a las fiestas vestida de limpio y con una flor en el pelo, presumiendo su andar pasitrotero y su cuello de jirafa.
Mucho había siempre por hacer en aquellos caseríos remotos y pobres, dedicados por entero a la agricultura. Rosa María era oficiosa y ayudaba a sus padres incluso más de la cuenta, para no tener problemas en la gestión de sus permisos. Limpiaba el borde de los maizales y de la yuca, lavaba todos los días el chiquero de los cochinos, con su canto curaba a las gallinas cluecas, les acomodaba los nidos y cuidaba los huevos de lagartijas prehistóricas; cuando se lo permitían, también pilaba el maíz para las arepas, en un pilón con su mano tallado en madera de cedro.
Era tan virtuosa en el zapateo, moviendo sus caderas e irguiendo sus hombros durante la danza, que la rodeaban hasta veinte bailadores, esperando pacientes su turno, con tal de tener el honor de bailar unos minutos con ella. Aquella muchachita terminaba siempre siendo el centro de atención de las parrandas y el mayor objeto de codicia de lugareños y de quienes venían de lejos, sabiendo que por allí la encontrarían, porque su fama llegó hasta la pampa argentina. Algunos osados se atrevían a pedírsela a sus padres, haciendo demostraciones de hombría en las faldas de las montañas, cortando una rosa, derrochando fuerza y voluntad, con tal de llevarse el premio ansiado.
Los padres no cedían y Rosa María era ajena a todos esos rituales machistas. Manifestaba su voluntad de irse a estudiar a la capital, donde había universidades y hasta podía ser una profesional del baile. No quería enredarse la vida tan temprano igual que varias de sus amigas, tan solo porque así lo establecía la costumbre según la cual toda mujer debía tener disposición para servir al hombre y darle muchos hijos.
El más eficaz de los anticonceptivos de entonces, la abstinencia, no era precisamente fácil de llevar, porque las parejas concebían 10, 12, 16, 18 y hasta 20 hijos; y aquello era normal. Pero los sueños de Rosa María fueron rotos gracias a la fuerza, cuando el conocido hacendado José Alberto Espinoza Morales la vio bailando en el caney mayor, en una fiesta en honor a la virgen María. Apostó su camioneta Toyota a que esa noche se la llevaba.
Como no sabía bailar, fue directamente a hablar con sus padres y les ofreció comprar para ellos los cuatro conucos vecinos, regalarles un tractor y 50 novillos, con tal de que Rosa María se fuera con él. Aceptaron y hasta el caney fueron a buscarla, para comunicarle el acuerdo unilateral y en el que no tenía ni voz ni voto, porque representaba el fin de la pobreza para la familia.
Le costó resignarse y lloró desconsoladamente. Vio su destino dibujado en los ojos de su comprador: Rosa María se convirtió, con 13 años, en la señora de Espinoza Morales. Odió al marido la vida entera, tuvo 17 hijos y los enseñó a bailar a todos y estos a su descendencia. Murió a los 95 años; a esa edad todavía bailaba sola, escuchando la radio y soñando que danzaba en la capital frente a miles de personas que la miraban y aplaudían. Solo eso quería.
Esa era la forma de tiempos remotos, cuando los padres vendían a sus hijas por ambición, sin importar lo que ellos querían...
ResponderEliminarY pensar que aquello era "normal"
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