Por Héctor Nuno González
Caminó como nunca el día que cumplió 70 años. Se negaba con vehemencia a consentir los estragos del tiempo y distraía frecuentemente su cuerpo cansado paseando en la sabana.
Recorrió 20 kilómetros en línea recta por el antiguo Camino Real al Apure, adoptado por su corazón tras una infancia llena de montañas y quebradas de aguas claras. Notó más imponentes los centenarios samanes y ceibas, más intenso el verde del llano y más afinado el canto de los pájaros.
Escogió como meta una antigua casona de patio grande y galpón para máquinas, donde otrora los “musiús” daban alojo a peones extenuados. Lo recibió una mujer de piel agrietada, sonrisa dulce y mirada compasiva. - ¿Cómo está? Pase adelante-. Hablaba con pasión, como un arpista cuando ejecuta su instrumento. -Usted venía caminando, se le ve en la cara, siéntese que ya le busco agua y monto la olla para el café-.
Dio las gracias y se presentó como el cumpleañero caminante. -¿A cuánto queda el río desde aquí?-, preguntó, -ahí mismito, pero si gusta ir le digo a mi marido que lo lleve en el tractor-.
De la casa surgió un mulato enérgico, alto y sólido como un araguaney y voz de bajo de coral. -Un placer hermano, vaya que es bueno una visita, poca gente se detiene aquí-.
-Déjeme calentar la máquina y damos una vuelta-.
Encendió un Belarus modelo 1221, color negro con caparazón rojo, testimonio fiel de la calidad industrial soviética. Tras dos pocillos de café cerrero, como le gustaba, subieron al instrumento de trabajo agrícola y partieron rumbo al río.
No prestó atención a las historias de gandolero nómada del hospitalario amigo, su mente y espíritu se trasladaron al pasado tras percibir el olor del recuerdo impregnando la sábana. Recordó el servicio militar en Carúpano, humillante y conductista, especialmente los largos viajes a las sierras de Trujillo y Lara para cazar guerrilleros, de los que pensaba peleaban por una causa justa y en la que un soldado tenía prohibido militar.
Recordó a Isabel, su madre, mujer de ojos amielados, carácter rígido y entrañas tiernas, la mejor narradora de historias que conoció, su favorita era la de su caída del burro por la trocha que conducía a los pobres de Paso Ancho hasta la ciudad de Tinaquillo. Dominado por la nostalgia, no pudo evitar lamentos, de esos en los que los viejos piensan con resignación. Lamentó no aprovechar mejor su genuino talento para la música, si bien le regaló grandes recuerdos, le hubiera gustado perfeccionar la ejecución de instrumentos, pulir su gañote de tenor y cargar de contenido sus versos. Lamentó sus extravagancias de Guardia Nacional, cuando usaba su investidura y perfil de galán para beber noches enteras.
El tierno espectáculo de un oso hormiguero caminando junto a su cría, lo sacó de sus lamentos y lo devolvió a mejores recuerdos, no sin antes lamentar el tufo de cigarrillo de su compañero, aunque agradeció el silencio que el tabaco produjo.
Recordó a papá Augusto y su ternura infinita, que daba al traste con la dureza de Isabel. Recordó la madrugada lejana que lo llevó a Valencia para una consulta médica. Mientras esperaban en el auto, Augusto exclamó invadido por la nostalgia: “Caramba, por aquí no se escucha ni un gallito”.
El estruendo de una bandada de pericos puso fin a sus cavilaciones. Su compañero habló de nuevo y advirtió la cercanía del río. “Ahí cargo unos anzuelos y carnada de la buena, si lleva gusto...”.
El agua tenía buen color, hizo buen invierno y en las orillas abundaba el verde de su infancia. Noviembre se acercaba y anunciaba buen pescado, su guía recomendó un lugar rodeado de piedras prehistóricas: “Aquí ajilan bagres, compadre”.
Cogió un anzuelo de garfio grande y fuerte, con dos piedritas de plomo y nailon número 60, bien rizado en una carreta de plástico, tomó como carnada una rodaja de anguila e hizo lo propio. Se sentó pacientemente a esperar sobre la roca, su guía le imitó, unos metros río abajo.
Carreta y nailon en mano, le dio por recordar de nuevo. Pensó en sus hijos y en la ausencia de reproches, les entregó su cariño en cuerpo y alma y no hubo abrazos opacados por su mal genio.
Pensó en los paseos a los ríos revueltos por aguaceros de la madrugada, desafiantes y silbantes. Solía probar su fuerza arrojando piedras gigantes sobre ellos.
Un fuerte tirón lo devolvió al presente, un bagre prominente y recio mordió el anzuelo e inició una feroz lucha por salvar su vida. Se levantó sosteniendo el nailon, dejando evidencia del esfuerzo en la respiración agitada, el cuello tenso y las piernas arqueadas.
El animal era obstinado, empezó a zigzaguear y parecía ganar fuerza en cada desplazamiento. –No lo pierdas, es uno grande, vele recortando parejito el nailon, y en lo que esté cerca lo halas fuerte-, gritó su compañero mientras corría para ayudar. Cumplió la instrucción, afincó sobre el suelo sus piernas aún sólidas e inició el recorte del nailon, moviendo armónicamente sus brazos, sin perder la fe. El bagre cedía ante la voluntad de su cazador, más tozudo que él. Cuando sintió la cercanía haló la cuerda con furia y sobre la piedra cayó un hermoso ejemplar plateado, de unos 15 kilos. Suspiró triunfante tras pisarlo con su pie derecho, miró a su compañero con ojos victoriosos y exclamó con la solemnidad que lo habría de acompañar hasta la tumba: “Carajo, estoy más joven que nunca”.
Nota: Cuento publicado en el libro "Estamos hechos de recuerdos", el segundo de Héctor Nuno González
CUANDO se lee con calma, PARECIERA ESTAR uno mismo SIENDO el CUMPLEAÑERO. Resulta que es la VIDA misma de Héctor González
ResponderEliminarNUNO, TRATA DEJAR UN LIBRO DE "ESTAMOS HECHOS DE RECUERDO "
ResponderEliminarFelicitaciones amor lo leí con paciencia y y estuve allí en esa aventura coni querido hermano que Dios lo bendiga
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