La
abuela concluyó su faena en el corral, con premura cambió el agua de tres
pollos que arribaban a dos semanas mientras la gallina decapitada minutos antes
despedía sus últimos suspiros de agonía, sería la encargada de sazonar el caldo
que repondría las fuerzas de su nieta, quien pasó la mañana con los vómitos
imprevistos que tanto acongojaron sus primeros años de vida.
La
niña, sentada en el afable piso de la vivienda y distraída del reciente
quebranto, jugaba con dos pequeños muñecos de plástico que había extraído como
únicos atractivos de una casa de muñecas que su madre le había obsequiado
semanas atrás, eran una princesa y un príncipe, pero algún encanto especial
guardaba este último, lo mimaba con exclusiva atención y se angustiaba cuando
no podía encontrarlo en su caja de cachivaches, era sencillamente su predilecto.
El frágil plástico cedió extenuado por las mil batallas libradas en sus
sudorosas manos, una parte de su diminuto brazo izquierdo se desprendió
mientras ella lo hacía cruzar el río más indómito que su imaginación podía
crear para rescatar a su princesa, -abuela- exclamó con voz quebradiza, -mi
príncipe se aporreó con una piedra y se rompió el brazo- a sus sentidas
palabras le siguió un llanto sombrío, que superaba por mucho el mínimo requerido
para conmover a su abuela.
La
nana, mujer con talante y temple de acero, ojos azules o verdes según su estado
de ánimo y una nobleza inenarrable, corrió a consolar a su adorada hablándole, o más bien
recitándole, lo que harían para solucionar el problema. No la bajó de sus
acogedores brazos hasta verla calmada, buscó un pomo de silicón líquido que
recordaba haber dejado en alguna parte y procedió a realizar la cirugía de
restablecimiento del príncipe, la cual consumó con un cuidado tan grande como
el amor hacia su nieta.
La niña recobró la alegría gracias a la gesta
de su abuela, que aprovechó la ocasión para empujarle unas cuantas cucharadas
de la sopa de gallina. Los agujeros de sus mejillas volvieron a marcarse,
dibujando de nuevo la sonrisa depositaria de una particular combinación entre
ternura y picardía, sus ojos también recobraron el brillo, haciendo que sus
cortos y lisos cabellos cambiaran de tonalidad. Era necesario esperar dos horas
para que el pegamento se secara por completo.
La
tarde llegaba a su fin, papá culminó su jornada laboral y llegó a buscarla para
irse a casa, -abuela, me voy a llevar el príncipe para cuidarlo esta noche-,
afirmó la niña con instinto maternal, -está bien mi amor, ya se curó, Dios te
bendiga-, exclamó despidiéndose hasta el siguiente día.
Padre
e hija salieron para tomar cualquier transporte que pasara por allí. Luego de una
espera corta abordaron una moto conducida por un joven de gestos cordiales. La
mitad del camino fue cubierta sin novedades, el sol agonizaba y las estrellas
empezaban a pedir paso, la visión era complicada para el chofer de la motocicleta.
La niña llevaba al príncipe en sus manos cuando en una leve distracción se le
resbaló, cayendo en algún lugar del pavimento que mantenía aún la calentura provocada
por el inclemente sol del día. –Mi príncipe, se cayó mi príncipe- dijo
angustiada la niña, mientras que el
padre pedía al conductor que regresarán para buscarlo.
En
vano buscaron durante algunos minutos, la luz era tenue y complicaba la búsqueda,
aparte era imposible precisar el momento en que pudo haber caído. Mientras
tanto la niña aguardaba en la acera, conteniendo a duras penas el llanto.
–Vámonos bebé, el príncipe se perdió-, le dijo con el corazón arrugado de
congoja, detonando las lágrimas de su hija, que inició un lamento similar a
cuando tenía ocho meses y su madre tomó la dura decisión de dejar de
amamantarla, opaco y cargado de sentimiento por la pérdida.
Subieron
a la moto, el llanto no se detendría así no más, al llegar a casa su madre la
recibió preocupada por aquel sollozo. -¿Qué pasa mi ángel?-, le preguntó, ella
respondió jipiando, -mi príncipe se perdió, se me cayó en la carretera-.
No
había consuelo posible, por lo que el padre decidió intentar una nueva búsqueda,
poco esperanzado por la escasa luz y el hecho de que seguramente alguna
gandola, por la época de cosecha de caña de azúcar en la zona, ya lo habría
triturado. Con el corazón roto por las pocas probabilidades de éxito, cogió una
linterna, le dio un beso sabor a esperanza y salió.
A
pié cubrió los dos kilómetros que lo separaban del probable lugar donde cayó,
al llegar a una bodega cercana, el dueño, que era su amigo, le confesó que un
mototaxista se había detenido a buscar algo en medio de la calle y que se había
marchado hace poco sin saber si logró su objetivo. Él le explicó lo sucedido y penetró
en las entrañas de la carretera de manera intermitente mientras el tráfico se
lo permitía, la luz de la linterna se movía sin éxito por el asfalto. Cuando las
fuerzas empezaron a flaquear, se disponía a apagar la linterna y cruzar a la
otra acera cuando un tenue destello murmuró a pocos metros, -es él- gritó lleno
de satisfacción, estaba tirado a metro y medio del brocal, pálido, pero
intacto, sin un rasguño.
Regresando
a casa, con el paso expedito de quien quiere brindar una alegría, imaginó la
cantidad de ruedas que pasarían cerca una y otra vez haciéndolo languidecer, o
las cientos de arrastradas que soportó a expensas de la fuerza del viento
generado por los vehículos. Llegó incluso a plantearse la forma de medir la
generosidad del ángel de la guarda de su hija, que impidió daño alguno.
Cuando
abrió la puerta, la niña esperaba sentada con la cara gacha, al elevar el
rostro y observar la mirada de satisfacción que traía su padre, sintió un susto
en la barriga. Lo siguió mirando expectante mientras se agachaba con la mano
derecha cerrada, hasta que la abrió dejando ver a su amado, la sonrisa más
hermosa salió de su rostro, acompañada de una luz en su mirada tan intensa como
el amor de la abuela. Lo tomó, lo apretó entre sus dedos y se lo llevó al pecho
a la altura del corazón exclamando: -mi príncipe, creí que no te volvería a ver
nunca más-.
Definitivamente colocas una magia en los cuentos que se llega a sentir los sentimientos de cada personaje.
ResponderEliminarGracias Misle. Viniendo de ti, el comentario toma un valor superlativo.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarLo mejor del cuento es cómo el amor inocente de la niña motiva el amor real del padre para hacerla feliz
ResponderEliminarEl amor abre todas las puertas
Eliminar