“Me siento
perseguida, pero no por los represores, como pasaba hace años, sino por una
dictadura económica”. Mercedes Sosa.
Por Héctor Nuno González, texto y foto
Feliciana
Camejo esperaba paciente el despacho del gas, rumores de vecinos pedían prisa
para apartar cupo porque “solo iban a recibir 500 bombonas”, así que desafió la
madrugada y sus peligros para llegar a las 3:00 AM. Y claro, eso hace una
persona acostumbrada toda su vida a la desesperanza y a la supervivencia.
La
noche anterior lloró de tristeza atizando el fogón, nunca creyó romántica la
faena como toda la vida quisieron hacérselo ver, más bien lo veía como uno de las
tantas consecuencias de una desigualdad centenaria.
Su
desesperanza se justifica, 30 años al servicio del Ministerio de Salud la
llevaron hasta sus 60 sin siquiera un lugarcito donde caer muerta. Durante su
servicio vio pasar docenas de directores que en tan solo unos meses de “gestión”
partieron con bolsillos llenos a no se sabe dónde.
Durante
la espera surgieron cotidianas conversas, aliento de humo y leña húmeda: “Tengo
tres meses pasando roncha e improvisando fogones”, exclamó doña María Dolores; “Los
militares tienen acabado este país”, gruñó José Juan en frase entorpecida por
la “mascá” de chimó.
El
calvario de Feliciana fue acompañado por la noticia del pago de sus
prestaciones sociales tras media vida de trabajo. El equivalente a un dólar por
año, así debía calcularlo en años oscuros, donde la moneda y el nombre estaban
pisoteados.
30
dólares al precio del día fijado por el Banco Central de Venezuela equivalían a
7 millones 110 mil bolívares. Debitados en su cuenta exclamó a su pequeño
bisnietico lo que el cura enseña en la iglesia de la parroquia: “Bueno papi,
hay que dar gracias a Dios que tenemos para comprar comida los próximos 15 días”.
Una
mañana de ojos llorosos por el humo de leña verde, Feliciana vio pasar una
comisión del Gobierno, o al menos eso dijo la gente que era porque había
señales claras: Un montón de policías escoltando, camionetas lujosas
encaravanadas y valoradas en miles de dólares, huecos recién tapados y una
avanzada vista la noche anterior extendiendo la alfombra roja en medio de la
miseria del camino. Suspiró forzosamente y dijo: “Todos son igualitos”.
En
la espera para el gas, fue y vino su numerosa descendencia. El mal concepto del
amor en el llano la hizo parir siendo una niña de 12 y la vida fue todavía más
cuesta arriba desde que solo vivió para atender al marido que trabajaba en el Hato,
el mismo asesinado en un pleito de cantina hace 15 años liberándola cruelmente de
un largo régimen machista.
A las
11 de la mañana, con el sol comandando el cielo azul, un funcionario notificó a
cientos de famélicos la mala noticia de que no había gas en la planta matriz y
por ende no había despacho.
En
medio de improperios y amenazas, Feliciana tomó la bombona, dio media vuelta y
enjuagando nuevas lagrimas tristes dijo en voz baja: “63 años y una vida de hambre
y carencias, de perversa incertidumbre. Ojalá Dios, esta vez, sí se apiade de
nosotros”.
Una mirada, un suspiro, un comentario, una queja , un llanto,
ResponderEliminarel silencio son suficientes
para explicar esa desesperanz en Venezuela hoy...
Saludos cordiales Héctor.